Sobre la utopía de lo real en el teatro cubano. Breve aproximación
(publicado en Revista Literaria La Siempreviva, Cuba)
A lo largo de los últimos años es posible reconocer en el paisaje de la escena teatral cubana gestos e intenciones diversas que apuntan hacia un replanteamiento de la relación entre teatro y realidad. Ellos se sostienen fundamentalmente sobre una angustia: ¿cómo representar lo real en escena cuando este es de por sí inapresable y azaroso? ¿Cómo mostrar realmente el dolor de la guerra, la felicidad, una relación de pareja, la muerte?
El concepto de representación comenzó a ser disfuncional desde los tiempos de Artaud, y luego, a mediados de siglo, de acuerdo a la instauración de lo que Guy Debord llamó“la sociedad del espectáculo”, plagada de simulacros, ficciones y falsas realidadesconstruidas y vehiculadas a través de los mass media, este evidentemente se mostró incapaz derespondera la creación de una relación auténtica del arte con la realidad del individuoy a la necesidad cada vez más imperiosa de generar un espacio de cercanía no susceptible de ser mediatizado.
En la segunda mitad del siglo XX esta ruptura con el concepto y todo lo que él significaba derramaría su influencia sobre el arte de acción, el teatro político, el teatro documento latinoamericano, y en otro orden aún más radical, los happenings y el performance europeos y americanos de los 60 y los 70.
En esa misma época en Cuba es posible registrar este tipo de búsquedas de la experiencia colectiva en el teatro en varias de las propuestas de Teatro Escambray y La Yaya, que no solo se fueron a nuevos escenarios, como el campo abierto para presentarlas, sino que se componían de acuerdo con la relación espontánea que se iba estableciendo entre los espectadores campesinos –muchas veces encargados de dar respuesta a interrogantes y cuestiones planteadas en la obra– y los actores, cuya letra aprendida estaba sujeta completamente a las reacciones y determinaciones que el públicoofrecía.
Luego, es posible localizar otros impulsos de puesta en crisis de la representación y necesidad de aproximarse de un modo más directo y transparente a lo real en gestos posteriores, como la creación de los grupos de teatro-laboratorio a lo largo del país en los años 80, al estilo del Estudio Teatral de Santa Clara, Teatro del Espacio Interior y Teatro del Obstáculo. Inspirados en los presupuestos creadores de JerzyGrotowsky, Eugenio Barba y AntoninArtaud, exploraron una recuperación del cuerpo como vehículo de exposición de posturas iconoclastas ante el poder de la representación de corte realista que había imperado hasta el momento.
El desmembramiento de la mímesis y la indagación en estados físicos extracotidianos desde un riguroso training sicosomático–el cual colocaba a la palabra en un espacio de equidad respecto a los otros lenguajes escénicos– y dinamitaron la vieja noción de fábula, fue el punto de partida y el combate fundamental al que se lanzaron estas poéticas.Su aproximación a lo real no llegó a radicalizarse por la naturaleza todavía esteticista de las producciones resultantes, pero propuso, sin embargo, un auténtico entendimiento del cuerpo del actor como vía concreta de relación con el otro y exposición no solo del dolor y las utopías colectivas, sino también individuales.
El trabajo con la biografía y el lugar del individuo como actor social en un determinado contexto, algo que caracterizaría buena parte de los acercamientos posteriores a lo real, comenzó a surgir en medio de exploraciones que todavía mantenían una fuerte carga simbólica respecto a su vínculo con la realidad que deseaban representar. Una vez más en las búsquedas de estos creadores, como había sucedido en los 60 con la experiencia de Vicente Revuelta y Los Doce, se hacía notar un teatro “que surgía como una necesidad orgánica, [y que] puso en juego la voz de una nueva generación que hablaba de sí misma con sus propias palabras y que recomponía nuestra tradición”.
La recomposición para estas producciones, así como para la experiencia medular de El Ciervo Encantado (1996), estuvo cifrada en colocar el cuerpo del actor en un lugar de riesgo –como cuerpo colectivo, de la nación, de la memoria y la ruptura con ella–, pero también como un cuerpo que subvirtió violentamente el vínculo de subordinación que hasta entonces había tenidocon elenunciado, y terminó fundando en el mismo espacio –el de la representación escénica– un lazo visceral que nacía de “la indisociabilidad de la palabra y la garganta, es decir, de la idea y la corporalidad”.
En el trabajo de El Ciervo…, la indagación en la persona del actor –sus prejuicios, sus tensiones, sus condicionamientos sociales– llevan a un des-aprendizaje, a una limpieza y luego a un nuevo aprendizaje que el proceso creativo orientará, y que culminará con el hallazgo del Ser, una tercera instancia en la que se funden el actor y esa esencia sin nombre o forma a la que aquel tributará su carne, su sangre y sus energías. De ahí que la representación, en su sentido más estricto y tradicional, se quiebre, por la presencia real del cuerpo que no va hacia la entidad pre-establecida –el personaje–, sino que la desarticula. No hay algo que re-presentar, hay algo que se presenta, que se habla mediante el cuerpo.
Todo este entendimiento casi sacrosanto de su importancia como receptáculo de discursos y memoria colectivos, junto a la concepción del acto escénico como ritual y como proceso siempre en construcción marcan las aproximaciones más claras por buscar un vínculo directo y consecuente entre la realidad y su representación en el teatro.
Los alcances de tales concepciones abrieron un abismo entre las nociones de verosimilitud y verdad. Mostrar una verdad en la escena más allá de que resultara verosímil se convirtió en la obsesión mayor de varias propuestas y creadores visibles en los últimos años. Sin embargo, tal intención coloca sobre la mesa otra angustia: ¿cómo poner a funcionar lo real en escenay colocar la ficción en crisis desde un lugar y un acto histórica –y tal vez esencialmente–pensado para generarla?
La representación teatral ha tratado entonces de tomar lo posible de las experiencias de encuentro nacidas del performance art –la verdad exhibida del performer–, de las exploraciones en la verdad construida colectivamente propias del Living Theatre y actualizadas en la obra de nuevos grupos –el catalán El Pont Flotant, el colombiano Mapa Teatro y el alemán RiminiProtokoll– los acercamientos al dolor y la imposibilidad de registrarlo en la palabra ensayados porlos españoles Atra Bilis y La Carnicería, y el trabajo más directo y abierto con el testimonio, el archivo y el documento como elementos propositivos de una verdad irrepresentable –proyectos argentinos Biodrama, Museos y Archivos y la obra de creadores como Lola Arias, Viviana Tellas, Federico León y Rafael Spregelburd–.
La producción cubana que hoy más radicalmente tensa el enlace teatro-realidad, busca su verdad escénica sobre todo a partir de tres elementos: la introducción del testimonio y otros elementos documentales de una experiencia personal o pública, la anulación casi absoluta de la instancia personaje, y la indagación en una cercanía con el espectador que pueda crear un acontecimiento común. El trabajo con el testimonio difiere del que se realiza con las biografías, exploradas ya de muchas maneras en la producción anterior y en casi toda la que hereda los postulados de Stanislavski.
La biografía siempre ha sido un punto de partida en la construcción de los personajes, y en la medida en que el proceso creativo avanza esta se va diluyendo dentro de las exigencias sicológicas y físicas de aquel, por lo cual el actor y su experiencia vital se ponen al servicio de la historia preestablecida que el personaje dibuja. A diferencia de este tipo de aproximación, el testimonio enunciado por su protagonista de por sí descarta la existencia de una entidad ajena y ancla la experiencia a un cuerpo que la ha vivido, a un Yo radicalizado.
En obras como Perros que jamás ladraron (Rogelio Orizondo, 2013), Aleja a tus hijos del alcohol(José Ramón Hernández, 2014) o Suvenir, la repetición de la experiencia(William Ruiz, 2013) están presentes los cuerpos testimoniantes que exponen, a través de materialesheterogéneos –videos, fotos, radiografía, objetos personales–, una determinada vivencia que entra en relación directa con la idea manejada por cada espectáculo.
Es, sin embargo, notable, cómo lo testimonial no entra a formar parte incidental de la estructura espectacular, sino que esta se monta sobre la dinámica tanto de las confesiones como de las estrategias relacionales que ellas provocan. El acercamiento al público se vuelve entonces directo gracias a la cercanía que promueve el testimonio, y los espectáculos ensayan abrir mucho más sus canales comunicativos e invitar directamente al público a que participe en juegos y dinámicas de relación junto a los actores. El testimonio crea en este caso una relación de aproximación.
Por eso cada vez más se proponen estructuras menos cerradas, más conectadas con la estética del cabaret, la fiesta, el café, y se exploran espacios off que violenten la dinámica actor-espectador propuesta por la línea platea-escenario. En este tipo de búsquedas se inscribe, por ejemplo, Churrerías, provocación para fans y bailadores (2013) de AlessandraSantiesteban, pensada inicialmente para un espacio de club nocturno y ejecutada más tarde en un espacio teatral al estilo del teatro arena.
La estructura de la fiesta sirvió en principio para condicionar una cierta libertad del espectador, que de forma espontánea interactuó en las coreografías, el kararoke y otras dinámicas de intervención colectiva pensadas a partir de la música original: temas icónicos de la canción protesta cubana remixados en tiempo techno. Más allá de la inclusión del referente real y reconocible, lo verdaderamente revelador resultó el modo en que esta relectura de la memoria musical y también política, es decir, de una zona de realidad, presupone un contacto entre espectadores y actores que va más allá de lo representable o lo predecible.
Esto marca un punto de diferencia respecto a lo que sucedía, por ejemplo, en los performances realizados por los miembros de El Ciervo Encantado Enriqueta al debate intelectual, Cubita luchando la Firmeza (ambos en 2007) y Orden en el parque de los suspiros (como parte del espectáculo estilo café-teatro La última (es)cena, 2013) –emparentados con mucha de la producción performática realizada en los 80 en el campo de las artes visuales–. En ellos la irrupción en un contexto público de “personajes” ficcionales garantizaba un vínculo espontáneo con los espectadores, cuya reacción imprevista no podría ser de ningún modo reproducible en una representación teatral.
Sin embargo, las nuevas propuestas tratan de dialogar con lo real desde una exposición que se aparta de forma más directa y muchas veces crítica de los estamentos de la ficción. Pero continúan existiendo a partir de una dinámica que aún no ha perdido del todo su fijeza y he ahí su angustia: el espectador conoce su rol “histórico” en la representación –la contemplación–, y los creadores por otro lado no abandonan la necesidad de elaborar poéticamente el discurso, aunque deseen dinamitar hasta el límite los elementos que han hecho posible el contrato excesivamente respetuoso y complaciente entre el público y los actores, sellado por la preponderancia de la llamada cuarta pared.
Lo angustioso ha sido el intento de crear el vínculo desde un espacio que hoy tiene en Cuba –y en buena parte del mundo occidental– normativas muy rígidas de funcionamiento. Ellas también se han visto tensadas y casi llevadas a una última frontera en muchos casos a través de la búsqueda de un acontecimiento relacional inapresable, promovido mas no construido en la escena, empresa que desde el surgimiento e instauración del realismo como estética y luego con la aparición de los medios ha alcanzado múltiples e inimaginables formas.
En creaciones cubanas de los últimos años como La otra orilla (Alexis Díaz de Villegas, 2009), Primero, segundo y tercer comunicados de la pionera Jedda G (Rogelio Orizondo, 2010, 2011 y 2013), El nombre (Rogelio Orizondo, 2012), Este maletín no es mi maletín (Rocío Rodríguez, 2012) Venus y el albañil (Martha L. Hernández Cadenas, 2013), Woyczeck (William Ruiz, 2013), La mujer de carne y leche (Proyecto MCL, 2013), Antigonón, un contingente épico (work in progress) (Carlos Díaz, 2012), Lúdica Ibsen (Pedro Villarreal, 2012) Fiódor en el fiordo (Fabián Suárez, 2013), La misión (Mario Guerra, 2014), de muy distintas maneras se explora una conexión con lo real.
Desde la preponderancia del testimonio como material y como estructura espectacular, en unos, desde el énfasis en la presencia del actor y su cuerpo desnudo y solitario que vehicula su estar ahí en otros, y en algunos desde la voluntad expresa de generar, a partir del trabajo fragmentario con materiales históricos, de archivo, diversos formatos y referentes, y con dinámicas de reunión propias de otros eventos públicos, la posibilidad de un encuentro orgánico y verdadero entre el actor y el espectador.
Estas y otras creaciones, que merecerían un estudio más extenso a partir de las formas específicas en que (se) involucran (con) lo real e intentan establecer un vínculo inmediato con un espacio cada vez más complejizado por las distintas mediaciones, aún no resuelven, sin embargo, la última angustia a la que se enfrentan. De acuerdo a las palabras de José Antonio Sánchez, “la realidad son los otros, lo real es la relación misma. Lo real es inmaterial, solo representable como proceso”. Ello afirma entonces la dificultad de concretar una utopía pero a la vez restituye al teatro y a sus creadores el impulso que provee lo desconocido y la necesidad de continuar buscandorespuestas a una angustia imposible.
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Cover design: Pepe Menéndez
Published in Literary Magazine La Siempreviva, n. 22.
La Habana, Cuba, 2016
Photo exterior post: Amaya Oria
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